jueves, noviembre 22, 2012

El bajo fetiche de la mercancía bajo (incluye playlist)

Esta es una pequeña historia sobre cómo un instrumento musical en una vitrina me hizo pensar sobre los deseos, lo irracional, el consumo y lo sexi de las cosas. Invito a los desocupados lectores y lectoras a acompañar la lectura con la música del playlist que hay abajo.

A Charles, Jaco, Federico, Glen, Eberhard, Bootsy, Dave, Richard, Roger, Salvador, Bobby, Stanley, Dion, Miroslav, Charlie, Pedro, Marc, Mark, Steve, el otro Steve, John, Eddie, y a todos los bajistas que he admirado, y que por puro descuido omito.

Bajos deseos by Daniel Prieto on Grooveshark

El bajo, como instrumento real y tangible o como función comunicativa, línea melódica o de apoyo en el registro grave tiene un poder casi mágico; en los mejores casos provoca una experiencia aural cargada de erotismo, independiente de que sea producido por el instrumento de ese nombre –acústico o eléctrico, con trastes o sin ellos– o un sintetizador bien programado. El bajo, con sus frecuencias que se escuchan no sólo con los oídos, sino con el resto del cuerpo, es una puerta deliciosa que da la música hacia la irracionalidad.

En nuestra sociedad la irracionalidad es particularmente poderosa, pues el currículo visible de nuestra cultura la deja en un segundo plano, desatendida, de manera que sea presa fácil para todo tipo de ataques y explotaciones. Algunos de ellos son deliciosos, como el poder del bajo del Funk o la música Disco, pero otros son un poco más perversos, como la manipulación de los deseos y del impulso irracional que da fundamento a la sociedad de consumo.

El otro fui víctima de todas las bajas explotaciones al tiempo, notas graves de esas que viven por los lares de la clave de fa y el deseo de compra me poseyeron, como si de trance vudú se tratara. Esa tarde iba temprano para una cita, y decidí gastar la media hora que tenía de sobra mirando vitrinas en el 'Exito Tecno' de la calle 134, cuando de repente me di cuenta que había una sección de instrumentos musicales, a la que gravité sin pensar, cual coco desde su cuna de palmera.

Entre una multiplicidad de instrumentos redundantes y no tan atractivos para mi, sobresalieron dos bajos Squier Jazz Bass, con trastes y sin trastes. Sin dependiente a la vista, tomé el bajo sin trastes, lo afiné y toqué un poquito, unos arpegios y armónicos sobre el VII traste (virtual), además de unas notas con portamento sabroso. La vista se me nubló, y me paré, dejé el bajo en su sitio, y se reveló la etiqueta del precio, algo así como $850.000, en muchas cuotas mensuales de poca plata. La visión nublada se complementó con lo que creo que eran pupilas dilatadas. Busqué al dependiente para preguntarle si el precio por el Jazz sin trastes era el mismo con cualquier tarjeta de crédito, y él me dijo «¿Cuál bajo sin trastes?», a lo que respondí señalándole el instrumento en cuestión, y el me dijo que no se había dado cuenta de eso. Me preguntó que si quería escucharlo, y le dije que no era necesario, pero sacó un pequeño (pero potente) amplificador Fender, lo conectó y me lo ofreció, junto con un banco para sentarme, lo que no pude resistir. Al tener el instrumento entre manos, el dependiente me preguntó que por qué sin trastes, a lo que le respondí con una frase con buena dosis de ligados, con todo el cuidado que yo –un no-bajista que poquísimas veces ha tocado un instrumento sin trastes–, a lo que añadí «Es un sonido parecido al del bajista de Weather Report: Jaco Pastorius», lo que acompañé con cambio de volumen para favorecer al micrófono del puente, bajada el control de tono y una parte de 'Goodbye pork pie hat', con armónicos 'wanna-be-Jaco' incluidos para terminar. «Aaah, ya veo a qué se refiere», dijo el vendedor. Sentía el sudor en mi frente.

Vi el reloj de reojo, y me levanté, saqué la billetera mecánicamente y vi que no llevaba tarjeta de crédito. Agradecí al dependiente, le dije que no traía la tarjeta y que me fascinaría llevármelo a vivir conmigo. Al bajo, aclaro. Caminé en un estado de estupor en el que mis dedos aún buscaban la extraña para mi distancia entre las cuerdas y ancho del mástil. Mi mano derecha se acomodaba para unas cuerdas que ya no estaban ahí, y en mis audífonos la función aleatoria del iPod se confabuló para ponerme a Eberhard Weber y a Weather Report. Estaba hecho una bola babosa de deseos, se me hacían agua la boca y las palmas de las manos. Fantaseaba con practicar intervalos y articulaciones, con grabar loops con el bajo y tocar con la guitarra, pensaba en cómo se verían los gatos con el instrumento, fantaseaba con los dedos de la mano derecha, me imaginaba sintiendo en el cuerpo las frecuencias bajas que yo mismo tocaba en las cuerdas, me imaginaba los extractos de mi tarjeta y las maromas que tendría que hacer para pagar una cuota adicional…

De ese estupor llegaban baldados de consciencia, en los que me sentía frío y sonrojado a la vez. Me sentía un consumista rendido ante la publicidad, fantaseando con bienes suntuosos. Pensaba en la vergüenza que me daría tener ese instrumento con mi amigo el gran bajista Dion Taboada (así este Squier no se compare con los bajos que él tiene), siendo un caprichoso a duras penas empleado, que simula tocar la guitarra de forma más o menos decente, que no ha sido capaz de vender esa habilidad para que otros la oigan –salvo a las amigas de mi mamá, que ponen mi Soundcloud en sus marcadores de internet– y que ahora quiere comprar un instrumento, sólo porque una frecuencia baja (seguramente desafinada) puesta en marcha por sus dedos le removió las tripas y lo hizo sentir más sexi, más deseable, más seguro, más expresivo, más alguna cosa.

De alguna manera creo que no sucumbí, creo que no sólo no comprar el objeto me hace ganador, pues sin haber desangrado aún más mis poco nutridas arcas caí presa del deseo irracional de consumo, y aún así –sin instrumento suntuoso ni la tranquilidad de no tenerlo– creo que gané algo, una oportunidad de reflexión. Llevo varios días pensando en el incidente Squier Vintage Modified Fretless Jazz Bass, y necesito exorcizarlo. Esta es una oportunidad dorada para hacer un autoanálisis de mis deseos –y creo que de paso una vista de cómo opera el deseo para hacer funcionar el consumo y el capital de los que lo amasan–, mi yo consumista (así compre o no compre lo que me produce el deseo), de mi fetichismo de la mercancía en forma de instrumento abrumadamente sexi.

Post scriptum:

Durante diciembre, mi cuñado urdió un elaborado plan, en el que persuadió a su hermana, su padre (y parcialmente a su madre) de hacer vaca para regalarme el instrumento. No me lo esperaba, cuando me lo dieron yo pensé que estaba dormido y que tenía que despertarme temprano, estoy muy agradecido con ellos. Después de eso he estudiado con constancia y confirmado que las frecuencias bajas y el MWAH son increíblemente sensuales. Espero pronto tener un excedente para pagar un par de lecciones con alguien que conozca mejor el instrumento.