Uno de ellos tenía un collar de tatuajes, con un texto en runas en la
parte de adelante, dos signos sánscritos de 'om', y cuatro esvásticas en
la nuca. No estaba rapado, pero llevaba un corte similar al militar,
pero con un poco de pelo a los lados, tallado con un patrón de telaraña.
Sus pantalones cortos de patrón camuflado gris –como para ocultarse en las batallas por su curiosamente ario Reich sabanero– y sus botas de trabajo
pesado, con pretensión militar, se complementaban con una abultada y
brillante chaqueta negra. Lo acompañaba un señor vestido con saco y
camisa, con un collar de coral que llevaba un dije con una cruz inscrita
en un círculo. Estaban parados lado a lado en el centro del vagón de la
estación, con actitud altanera, como desafiando a todos.
Después de mirarlos tranquilamente, en lugar de sentir rabia y
descargársela en miradas desafiantes durante los pocos segundos en los
que compartiríamos la estación, arriesgándome a convertirme en betún
para sus botas, sentí una combinación de desesperación y lástima, con la
pregunta cliché de fondo resonando en mi tripa curiosa: ¿Cómo carajos
aparece alguien así en este momento de la historia y en este lugar del
mundo?
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